Un viaje para pedir que me despierten

Un viaje para pedir que me despierten*

Tardé dos meses y medio en escribir esta crónica. Dos líneas y la hoja se cerraba. Había algo desde aquel 15 de septiembre que me pedía cerrar los ojos y volverlos a abrir. Recién en diciembre, lapicera en mano, mi cuerpo y mi mente se volvieron a aquella noche.

Pero para eso fue necesario retomar una nota que allá por febrero sacudió el alma y la mirada. Volver a aquella página significó unas cuantas lágrimas. Es que muchos meses después las historias que en su momento tenían sólo nombre y apellido, se hicieron carne. Y claro. Tenían rostro.

Les propongo un juego. Hagamos de cuenta que estamos solos. Que caminanos a escondidas de nuestro sentido visual. Y que las veredas son largas. Que no hay calles que obstaculicen el camino. Marchen y marchen en su imaginación. Deténganse. Alguien los toca. Abran los ojos. Es un niño o niña, después un adulto, luego un adolescente. Sigan caminando.

Cierren de nuevo. Abran pero ahora hagan de cuenta que conocen sus historias. Una niñez abusada, un progenitor golpeador, un profesional devenido en calle. Una mujer embarazada. Un viejecillo sin nadie.

Cierren de nuevo y abran. Todos tienen nombre y apellido…

Fueron los 300 kilómetros más pensados. No iba a una fiesta, ni a un curso ni a ver viejos conocidos. Iba a que me enseñen cómo despertar. Faltaba poco menos de una semana para que la supuesta primavera rondara por el aire. Tardaba en llegar pero aún se la esperaba. Los días parecían más largos. Y también las noches.

Da la sensación, que cuando el sol se oculta comienza otra vida. U otras vidas comienzan a aparecer. Porque bajo los rayos, pasan desapercibidas.

Da la sensación que desde los escalones, las galerías y las veredas emergen y cuentan la misma historia una y otra vez. Historias que se repiten y que ya nadie escucha. Historias que transcurren y en algunos casos ya tienen el final escrito.

Tienen nombre, tienen edad, tienen sentimientos y pensamientos. A veces encontrados, a veces no. Tienen ganas. Y no tanto.

Muchas bolsas con alimentos y mucho oído abierto ya tenían destino. Las paradas, como las llaman ellos. Es que todos sabían que cuando el reloj marcara las horas de la tardecita, debían cerrar las puertas de sus hogares para abrir otras, aunque no literales. Sabían que la recorrida iba a ser larga y se iba a extender hasta la madrugada.

Los “Amigos en el Camino” estaban esperando como cada noche que alguien llegara. Una decena de pecheras rojas ya tenían dueño afuera de una casa abandonada. Era el punto de encuentro. Cuando estuvieron los voluntarios preparados, arrancó la marcha.

Ahora había que empezar a buscar aquellas personas en situación de calle que parecían formar parte del paisaje de hormigón. Y una a una fueron apareciendo, y con ellas las necesidades, básicas, imperiosas, sin paciencia, porque la vida no espera. Sólo corre.

Hacía sólo falta que el auto frenara y el baúl se abriera. Que el olorcito a pasta caliente cocinada horas antes invadiera las calles y veredas, para que unas piernas ligeras llegaran al lugar. Bocas hambrientas, manos abiertas para sostener una vianda, una botella de jugo fresco y un pedazo de pan, habían modificado el silencio de la noche.

Otros preferían quedarse en su lugar. Negarse a ser mirados en un piso frío y duro, cubiertos con una frazada, que paradójicamente no tapaba la cabeza y destapaba los pies. Otros pedían un poulover porque estaba fresco. Otros un pantalón que “quede bien” y claro, porque siempre el pobre debe aceptar dos talles más o cuatro menos y se la tiene que bancar porque “es la que le tocó”. ¿Injusta esta sociedad no?

Un adolescente por Callao inauguraba el escalón de un comercio cerrado. Otro buscaba tras una valla y con un edificio histórico de fondo, un plato de comida. Otro puñado de hombres grandes y no tantos aparecieron de repente porque “hoy comían”.

Un importante banco cooperativo era el living de la casa de un adulto que con el diario del día en su haber se mostraba indignado porque un grupo de rugbiers había golpeado a un indigente para luego emprender la huída en auto con risa en mano. Vulnerabilidad, extrema. ¿Qué se dice en esa situación donde un hombre de más de 70 sabe que eso ocurre a alguien en igual condición que el? Creo que el silencio hubiera sido la mejor opción.

Más historias. Unos cuantos pichichos andando en una esquina. Una caja que hace de mesa. Un hombre que cuenta historias. Una boina, un gorro y un pañuelo atado al cuello para mantener la forma. Uno enfermo. Uno que se niega al subsidio. Uno que se ríe. Uno que habla de sí y del resto. Unos que escapan a una foto grupal. Uno que prometió no abandonar la escuela. Uno bajo. Uno alto. Uno con mochila. Uno con barba. Otro hippie. Uno con un miembro amputado. Una pareja de adolescentes y la niña embazada desplazados de su hogar esperando que la vida les de una vida. Dos chicos chaqueños que revuelven basura y que en viaje al sur esperan un trabajo. Una pequeña cartonera que se niega a comer. No tenía más de 15. Un grupo de amigos que piden una remera de su talla. Muchas risas en medio de tanta cosa, llamada calle. Y un vecino que sale apresurado de su casa con invitados permanentes en su zaguán…

Quedó comida y los voluntarios de la organización pudieron cenar, porque ese día en sus casas, cocinaba otro u otra. Porque era jueves, y era noche de Reco. Y su rutina diaria quedó por unas horas detrás para brindar un lugar, una oreja presta a escuchar, una mano para dar y una mejilla para besar. Con un teatro imponente de pared y una plaza oscura, ya se sabía que la recorrida empezaba su fin.

Y llegó. Besos y abrazos, formaron la despedida. Cada uno subió a su auto que lo retorne a su hogar con su familia. Eran la 1.30 de la mañana y todos se fueron a dormir sabiendo que habían cambiado “indiferencia por amor”.

Mi eterno agradecimiento e infinitas felicitaciones a “Amigos en el camino”, y en su representación a todas y cada una de las organizaciones de la sociedad civil que generan cambios constantes. Que tapan vacíos y que ponen mucho más que parches inmediatos. Conocé la historia de este grupo que trabaja en las calles desde hace cuatro años en catorce barrios porteños.

Chapeau!

*Por Soledad Bavio

N. de la R. Esta escritura en primera persona no es caprichosa. No comulgo con quienes lo hacen pero me tomé el atrevimiento de compartir (con el que quiera y tenga ganas) algunas sensaciones. Tampoco fueron negligencia los vaivenes en los tiempos verbales, por lo que hoy tal vez no sea hoy, y ayer no sé.